por Héctor E. Lira (publicada en revista City del mes de junio de 2013)
Es un hecho que la confianza del chileno ha ido en picada en estos últimos años. Según un informe de la OECD del año 2011, Chile lidera el ranking del índice de desconfianza interna tras obtener un porcentaje considerable de la población (87%) que desconfía de sus pares. Tras esto, cabe preguntarse si esta suerte de desconfianza generalizada no está afectando hoy en día a las autoridades e instituciones de nuestro país. Después de todo, si desconfío de mi vecino con mayor razón lo haré de alguien que ostenta el poder.
Es precisamente dentro de este clima social donde han proliferado distintos movimientos sociales, encargados de desafiar y renovar las formas de diálogo que históricamente han existido entre los ciudadanos y autoridades. Desde esta perspectiva, no es una sorpresa que en el último periodo hayan sido los movimientos sociales quienes llevaron la batuta de la agenda país, y no los fieles representantes del establishment chileno. Por supuesto, los partidos políticos han avanzado mucho más lento que estas agrupaciones, y en su mayoría han tenido una actitud más reactiva que proactiva respecto de las sensibilidades que han dado origen a las distintas demandas sociales. Algo similar ha ocurrido con el tema del voto, en cuanto que hoy en día es más probable generar un cambio a través de un twett que desde una papeleta. La pérdida de la rentabilidad y efectividad de los actuales mecanismos democráticos explican en gran medida el fortalecimiento de la policía ciudadana que se ha gestado en nuestro país y que ha tenido su máxima expresión en el movimiento estudiantil.
Adicionalmente, el sistema partidocrático no ha sido lo suficientemente efectivo en gestionar y comprender las promesas incumplidas que la democracia ha dejado a la deriva, ante lo cual, junto con volverse obsoleto para los desafíos propios de un país desarrollado, ha fertilizado accidentalmente el escenario político para que nuevas estructuras informales de poder se posicionen de manera más dominante por sobre estructuras más tradicionales.
Por supuesto, este fenómeno no es algo exclusivo de Chile. Pierre Rosanvallon, en su libro La Contrademocracia, sostiene que en toda democracia coexisten dos escenarios fundamentales. El primero es el ecosistema electoral en el sentido más tradicional de la palabra, en donde la sociedad se organiza en base a la confianza entre gobernados y gobernantes, y cuya máxima expresión es, por ejemplo, el voto. Pero también existe otro escenario, constituido por un conjunto de intervenciones ciudadanas que se confrontan a los poderes de los distintos organismos públicos y privados, y que se caracteriza por vigilar bajo el paradigma de la desconfianza el actuar de quienes ostentan el poder. Esas diferentes formas de desconfianza representan lo que él llama la “contrademocracia”, una suerte de colectividad que intenta influir y modificar el curso de las políticas públicas.
El desafío para nuestros gobernantes en este nuevo escenario es complejo y todavía no se han percatado de ello. Hoy la forma de gobernar y hacer política no admite más incompetencias, por ello se vuelve apremiante el romper el paradigma de lo que hasta la fecha se ha entendido por gobernar en una sociedad que conoce, exige y castiga, pero que por sobretodo, se organiza a partir de su desconfianza.